viernes, 4 de diciembre de 2009

Relato: Gutenberg Aliaga Zegarra

El anciano Carmen


El se llamaba Carmen y su esposa Martina. Dios les había premiado con una longevidad envidiable.

Durante sus noventa y tantos años no visitaron médicos ni curanderos.

A ella la recuerdo ancianita, cabellos cual copos de alba lana, tez pálida orlada con surcos de ternura, dientes raleados y sus vivaces ojos que se escondían bajo la sombra de pobladas cejas canas. Fue una noche de primavera una noche de primavera que en colchón de paja expiró.

La vecindad, solidaria en el dolor, cubrió los gastos del velatorio. Don Carmen con su ancianidad a cuestas puso a buen recaudo su alacena ubicada en el terrado de la casa. Las mazorcas de graneado maíz para el mote, compañero inseparable del caldo de madrugada, caían ruidosamente una tras otra; pero una voz ronca casi insultante, paró en seco el cadencioso accionar.

- ¡Basta ya! ¿Quieren acabar con mi maiz? ¿Qué voy a comer mañana?. Ella está muerta, no quiere nada -dijo el anciano poniendo sus lamidos llanques en suelo firme.

La gente iba llegando y el cordial y inevitable "mi más sentido pésame don carmensito", no se hacía esperar.

- No se preocupen, ya era tiempo que muera, últimamente se había puesto insoportable; ahora podré vivir en paz -contestaba certeramente al hipócrita y vanidoso pésame de amigos y familiares.

La espera a la hija ausente se hacía eterna. Finalmente, en hombros conducían el ataúd con dirección al cementerio.

El tañido cadensioso de campanas y llantos lastiemeros, menguaron el trotar pausado de los sepultureros. Por la esquina corriendo apareció la recién llegada hija pródiga.

- ¡Hoy no se entierra mi madre, mañana será! -decía sollozando.

Hablaron las vecinas cocineras: - No hay leña, tampoco azúcar, arroz y pan; la bondad no da para más.

Entonces ..., su decisión dio un inesperado y ominoso giro:

- Que el féretro continue el trazado camino al camposanto -dijo la desubicada hija- Dios la tenga en sus labios.

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