viernes, 4 de diciembre de 2009

Cuento: José Aliaga Pereyra

El recreo

Su cuerpo yacía sensualmente sobre la mesa. Era una niña aún; su esbelta figura arrebujada contra la madera, parecía el de una señorita.


— ¿Qué hace, profesor? —dijo, y trató de repetir—: ¿Qué ha…?


Orlando, el profesor, la sostenía por la cintura. Ella alzó una pierna justo en ese momento. No era la primera vez que sucedía. El profesor la encandiló llenándola de frases y caricias que la hacían enloquecer. Él, encima de ella, semidesnudo, semejaba un fauno lascivo. Marcia, con la falda levantada y la blusa abierta hasta la altura del ombligo, parecía gozar del momento. Orlando la besaba por los hombros y el cuello, mientras sus delicadas manos se deslizaban de arriba abajo y se mecían despacio, acompasadas. No les importaba si caían lápices y demás piezas que el profesor usaba en sus clases de historia.


La niña no se movió. Orlando se fue apartando poco a poco y su mirada tropezó con la de ella.


Lo siento —susurró—; tenía ganas y... bueno, no lo pude evitar.

Estás loco —le dijo ella con suma confianza y en tono divertido—. Imagínate que ingresaran los alumnos y nos vieran así. ¿Qué les dirías?



Orlando no contestó. Miró las vigas de eucalipto del cielo raso del aula, las sillas, los lápices y hojas sueltas tiradas por los suelos, y suspiró. ¡Claro que le importaban los alumnos! Aunque su preocupación no era precisamente ellos. Lo que cuidaba era su prestigio ganado como el mejor profesor, el más respetado y digno; el hombre que convenció al pueblo de su honorabilidad impoluta con poses de divo, palabras de erudito, escrupulosa limpieza y puntualidad de funcionario británico.


Ella lo miró detenidamente. Lo estudió durante breves segundos. No era joven ni simpático, pero sí aseado y zalamero. Tenía una voz encantadora, tocaba la guitarra, y no lucía la clásica barriga de cincuentón.


— Dime, ¿te gustó, palomita mía? –preguntó él sin mirarla.

¿Ah? —contestó ella, fingiendo no haber escuchado la pregunta.


Orlando sabía que no había hecho un buen papel. La incomodidad de la mesa y su desesperación por terminar, lo obligaron a actuar apurado, con violencia, y se dijo que hubiese sido bueno hacerlo mejor, con mucho amor, de tal manera que no pareciera una permanente violación.


Todo empezó una mañana durante el recreo, en un partido de vóley que el profesor, entusiasta, dirigía. Primero fueron palmaditas, halagos, luego las miradas matadoras, y por último aquel beso a escondidas, detrás de los manzanos, que hizo palpitar el corazón de la niña como el de un pajarillo prisionero en la palma de una mano. Luego vino lo demás.


Marcia se alisó el pelo. Sus compañeras eran muy "fijonas", sospechaban algo, y sus cabellos revueltos la podían delatar; después se detuvo y lo miró. Comprendió que estaba jugando con fuego.


— ¿Y si se entera tu esposa? —le preguntó.


— Aunque su genio es el de una bruja; no creo que tenga dotes de adivina —contestó él, muy fresco.

Eres un bandido —le dijo ella, con su carita de ángel pero con palabras de mujer madura.


Orlando terminó de vestirse en silencio. Se miró al espejo y, muy a su estilo, se arregló el cabello ondulado. Vuelta a su condición de escolar, la niña salió corriendo, dando brincos, dejando atrás los momentos en que había actuado como una mujer. El profesor quedó arreglando lapiceros, libros y demás cosas para que todo estuviera en orden. Era la tarde de un jueves en que, como todas las semanas, suspendían clases y las convertían en recreos largos en los que pasaban momentos de relax y de alegría.


Ese día, el profesor, una vez más, llegó tarde a casa, y encontró a su esposa sentada en el quicio de la puerta. Se acercó, le dio un beso, y pensó que era hermosa a pesar del tiempo.


Hola, ¿qué tal, amor?


Ella no dijo nada, pero dibujó en su cara una sonrisa. Parecía haber llorado.


— ¿Me estabas esperando?


— Si, como siempre —contestó ella sin mirarlo.


— ¿Y las niñas? —preguntó él.


— Se acostaron temprano. A propósito —agregó—, te esperé despierta para decirte que mañana tienes que ir al colegio secundario a conversar con el Director.


— ¿Qué ha pasado?


— Unos muchachos malcriados estuvieron jugando con unos "pajuros" (*) pelados, mostrándolos en el aula a las chicas como si fueran sus penes y, nuestra hija, como debe ser, se ha quejado al Director.


— ¡Qué barbaridad! —dijo Orlando, alarmado—. ¡Esto no puede quedar así!


Orlando se dirigió al segundo piso para contemplar desde allí la plaza de armas, como siempre hacía, y filosofar acerca de que el mundo estaba perdido. Se hizo la señal de la cruz, contemplando la luz encendida del convento, e imaginó al párroco solitario, rezando por la salvación del mundo ¡el muy hipócrita!


Al día siguiente, estirando el cuello como un cisne, el profesor Orlando se encaminó al colegio secundario. La noticia de que asistiría se propaló rápidamente, alborotando a profesores y alumnos. Los primeros, preocupados porque no sabían cómo iría a reaccionar, y los segundos teniendo por segura la expulsión de sus compañeros bromistas.


Los padres de familia y sus hijos se encontraban en la Dirección. Todos llegaron temprano y ensayaron una que otra explicación sin llegar conclusión alguna. Conociendo el temperamento del distinguido maestro, era natural su miedo.


Cuando el profesor Orlando ingresó por la puerta principal, el Auxiliar de Educación lo saludó como si fuera un militar. Al entrar en la sala de profesores, todos se pusieron de pie:


— Lamento haberlo molestado, profesor —habló el Director, nervioso y confundido.

Ya me enteré del suceso —dijo el profesor Orlando—; estos bellacos —y paseó su mirada por los alumnos—, no comprendo que hacen aquí; deberían estar en la cárcel, son unos delincuentes.

Profesor —repuso el director tartamudeando— a… a… lo… los alumnos ya se les ha llamado la atención.

No me importa —contestó el profesor, categórico—. Es increíble lo que sucede aquí, usted también es culpable, como sus padres y sus madres. ¿Cómo es posible que eduquen y críen de esta manera a sus hijos? ¿Qué se han creído? ¿Qué esto es un corral y todos somos uno?


El profesor estaba fuera de sí y gesticulaba como un energúmeno. Ante esto, una madre de familia se levantó y lo increpó indignada:


Oye, Orlando —le dijo—. Lo que han hecho estos niños ha sido una broma; no me vengas a hablar de moralidad, porque tú, un poco más y empreñas a medio pueblo. ¿Crees que no lo saben todos? ¿Quieres que diga nombres? ¡El delincuente eres tú! ¿No te da vergüenza? ¡Las niñas lo cuentan todo y el pueblo nunca se tragó el sapo, encorbatado de dignidad, que representas!


El profesor miró sorprendido a los de la sala y, antes de que la señora pronunciara otra palabra, salió despavorido como perro que escucha la explosión de un cohete. Más allá, camino a la escuelita donde trabajaba, al pasar junto al puesto policial, se puso a temblar como una marioneta.


(*) Embarazas

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