viernes, 4 de diciembre de 2009

Cuento: Los Patos de don Romelio

José Respaldiza Rojas

- Apúrate, ya son las cinco de la tarde – dijo la tía Cata.

- ¿Cómo sabes qué hora es?

- Asómate a la ventana y verás pasar a los patos de don Romelio.

Elvira Chávez Mariñas le contaba esa historia a Zamara Micaela, eran abuela y nieta, eran dos generaciones diferentes y esta narración les servía de puente para comunicarse.

- Levántate – dijo el tío Emilio.

- Todavía es temprano.

- ¿Temprano? Si ya salieron los patos de don Remelio.

Eran los conocidísimos patos que criaba don Romelio, eran entre seis y ochos los integrantes de esa gritona fila, eran patos y patas los que salían al campo en busca de su comida y su aseo cotidiano, eran el mejor reloj del pueblo. Siempre salían a la misma hora, siempre regresaban sin tardarse, siempre con su típico plat, plat, plat como sonaban sus pisadas.

Dichos patos avanzaban meneándose, como si la carga que llevaban en el cuerpo estuviera mal amarrada y, con cada paso que daban, se bamboleara de un lado a otro. Eran patos pekineses medio cruzados con silvestres, con sus notorio pico naranja, cabeza verde, cuerpo marrón y patas con guantes, con su inconfundible sonar gritón, todos graznaban al mismo tiempo causando una algarabía tan vocinglera que nadie podía ignorar su pasar. Parecían los músicos monocordes que anunciaban un imaginario circo de pueblo.

- ¿A dónde van?

- A la campiña, a un lugar que le decían la shingoteana, donde había una laguna.

- ¿Para qué van allá?

- Van en busca de su alimento.

- ¿Quién les pone su alimento?

- Nadie, en el campo buscan lombrices, arañitas, moscas, gusanitos, hierba fresca. Ellos escarban con su pico. Atisban las hendiduras, levantan piedrecitas para ver que encuentran.

Ese desfile diario ocurría en Sucre, zona que antes se llamó El Huauco. Pueblo productor gran de leche, acogedor pueblo con casa hechas de adobes, su portón de madera, muy pocas con segundo piso, pueblo con su gente acogedora. Era la tierra donde creció Elvira y escuchó esta narración de sus mayores, tierra donde de pequeña vio también los patos de don Romelio. Ella nació en Parcoy, en la serranía de La Libertad, quizá debido a que la cigüeña tenía su plano de rutas equivocado o tal vez a causa del cansancio de volar por entre los Andes, pero la gringa creció donde lo hicieron sus ancestros.

- ¿Quién es la gringa?

- Así le decían a Elvira.

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- ¿Y los patos?

- Puedo seguir si no me interrumpes.

Nunca faltaba algún resquicio por donde entrar a la laguna y bañarse, allí se lucían, nadaban, buceaban, hacían piruetas y después, al volver a la orilla, se sacudían varias veces, luego se pasaban largo reto acicalando sus plumas, con su pico van limpiándolas una por una. Y a seguir buscando que comer porque los patos son muy tragones y ca... casi digo una palabrota, es que hacen su defecación a cada rato.

- Come.

- ¿Pero quién me da?

- A los patos de don Romelio nadie les da de comer, ellos comen solos.

- Pero yo no soy pato.

- Ya lo se, pero no te dejes ganar por ellos.

Cada cierto tiempo las patas buscaban pajitas y remitas con las que hacen un nido, escondido entre la maleza, que una vez terminado se arrancan plumas del pecho cubriendo todo el fondo como si fuera un colchón. Allí van poniendo sus huevos, uno diario totalizando, mas o menos, unos quince. A veces, de pura casualidad, alguna persona se topaba con el nido, los recogía llevándoselos para su casa teniendo el cuidado de dejar uno pues si al regresar la pata no ve ni un huevo, dejan ese nido vacío y hacen otro en un lugar muy distinto.

Don Romelio las seguía con cuidado para descubrir esos nidos, sacaba los huevos y los hacía empollar por una gallina. Luego de cubrirlos tres semanas seguidas, se iban rompiendo los huevos para dar paso a patitos, amarillitos, chirriquitititos. Al poco rato ya caminan y hasta nadan. En esos días los patos de don Romelio desfilaban por la pista de tierra afirmada, plat ,plat, plat sonaban sus patitas y también se escuchaban sus cuaquidos al avanzar lentamente toda la calle del pueblo. Los vecinos, sentados en el portal de sus puertas tejiendo sus sombreros decían:

- Allá van los patos de don Romelio.

- ¿La tía Cata existe?

- Existió, a las Catalinas, de cariño, les dicen Cata, su apellido era Zelada.

- ¿Y el tío Emilio?

- Él también existió, se apellidaba Aliaga.

- Ya terminé de comer.

- Viste, les ganaste a los patos de don Romelio.

- ¿Y don Romelio existe?

- Por supuesto que existe, él apellida Zegarra y vive actualmente en Sucre.

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